Feliz Halloween 2022
Como buen escritor del género de terror siempre publico alguna imagen, aunque en esta ocasión lo acompañaré con un relato acontecido en esta noche en particular, que antes de llegarnos del mundo anglosajón ya se celebraba aquí la noche de ánimas.
La noche de los
muertos
Ocurrió en
Halloween, más conocida aquí en España como la noche de difuntos, la noche que
precede al día de todos los Santos.
Allí tenía
que hacerlo casi todo. En épocas mejores había tenido un ayudante, incluso dos,
pero ahora la crisis afectaba a todos los sectores, incluso el funerario.
Estaban sólo dos personas a turno, más otra más que venía exclusivamente para
cubrir las vacaciones de estos. Su compañero, un tal Domingo Gómez, había
tenido la suerte de librar justo ese día. Las noches de difuntos solían ser,
con mucho, las más conflictivas. Sobre todo por los bromistas. Gente que se
disfrazaba y merodeaba por los alrededores con el único propósito de asustar.
Y por si
todo esto fuera poco, encima llovía, una lluvia tormentosa, una mala noche para
estar allí. ¡Qué mala suerte la suya!
Mientras
escuchaba su programa deportivo favorito entró una helada ráfaga de viento
desde la ventana que daba justo a su espalda. Se le erizaron los pelos de la
nuca. Casi instintivamente giró la cabeza. Al principio no vio nada, pero el
pulso se le aceleró. Intentó sonreír, pensar que no tenía por qué ocurrir nada.
Pero no era aquello lo que veía un poco extraño. Del exterior emergía, de la
terrible oscuridad y de los esporádicos relámpagos, una débil luz amarillenta.
Zigzagueante a veces, parecida a lo que produce la llama de una hoguera.
Alberto
sabía cuál era su obligación, tenía que comprobar aquello, le pagaban por eso.
Un incendio en su turno podría acarrear un despido inmediato. Y no estaba el
panorama para eso.
Se levantó
de su asiento, apagó la radio y, pertrechándose de su impermeable y una
linterna, salió al exterior.
Fuera hacía
más frío del que había supuesto. Eso provocó en él varios escalofríos.
Un relámpago iluminó la procedencia de aquella llama, o lo que fuera. Estaba en el extremo oeste, junto a una tapia, un grueso muro que separaba el cementerio viejo del nuevo. Se acercó con cuidado, mirando a todos lados, enfocando donde los relámpagos no llegaban. La lluvia era intensa, no demasiado fuerte, pero sí como un manto continuo de agua. Por la barbilla ya le caían gotas.
Cuando comprobó aquella caricatura, aquella estatua danzante…, dio un respingo.
¡Qué demonios…!
Una calabaza, una calabaza con los orificios practicados para simular un rostro, un rostro de terror. Alberto creía haber visto aquello en esas películas americanas.
Sí, debía tratarse de una broma, de esos bromistas que acechan los lugares santos como ese.
--Estos chicos no respetan ni a los
muertos--, pensó Alberto.
Siguió
acercándose, el olor a cera quemada no dejaba lugar a dudas. En el hueco de la
calabaza habían puesto una vela. Desde fuera daba la impresión de cobrar vida,
una mueca siniestra. El viento vibraba en su interior configurándole vida al
rostro de calabaza. Una mueca feroz, dientes de punta, ojos cavernosos, que por
aquel juego de luces y sombras parecían mirarlo desde el más allá.
Alberto se
la quedó mirando un rato sintiendo que se le erizaba el vello. Tenía que
reconocer que era para asustar, quien hubiera hecho aquello, había logrado su
objetivo. Y entonces lo pensó…
Sí, debía
de estar por allí. O ellos, porque no creía que nadie fuera tan estúpido para
ir allí solo. Alguien le observaba, sí, seguro. Alguien lo miraba para burlarse
de aquel miedo tan humano como ancestral.
Entonces un relámpago cercano lo iluminó todo por unas décimas de segundo. Su corazón se paró. Había alguien más.
Instintivamente echó dos pasos atrás, casi se cae de espaldas.
--¿Quién es?--, gritó, --¿quién anda ahí?
No hubo
respuesta.
--¡Llamaré
a la guardia civil!--, volvió a gritar. Con el ruido de los truenos su voz se
perdería a los pocos metros.
Intentó acercarse allí donde había visto dos pares de pies. Entonces escuchó un murmullo de voces. Estas parecían cuchichear.
--¡Estáis metidos en un buen lío! Iros inmediatamente y no haré nada.
Al enfocar en dirección a aquellas risas ahogadas los vio, eran dos muchachos, dos chicos disfrazados de muertos vivientes. La lluvia deshacía sus maquillajes, dejando al descubierto que se trataba de una gamberrada. Alberto resopló un tanto aliviado.
--¡Eh!, muchachos. Daré cuenta de esto a la guardia civil, podéis estar seguros. No es noche para esto.
Al acercarse a estos los chicos salieron corriendo. Dejando a Alberto sin gana alguna de perseguirlos. Seguramente era lo que querían.
Fue al dar media vuelta que un relámpago iluminó algo extraño en el suelo. Estaba a quince metros. Fijó allí la linterna percatándose que esos mal nacidos habían profanado también.
--Seguramente--, pensó Alberto, --para robar alguna calavera.
Una sepultura algo reciente había sido excavada. Alberto dio tres pasos, pero después lo pensó mejor.
--Mañana saldrá el sol--, pensó Alberto, --y sea lo que sea seguirá allí.
No era noche para meter las
narices en una sepultura, y se fue directo hacia su caseta iluminada por luz
eléctrica.
Poco antes de llegar a la caseta unos pasos tras él le alertaron, se dio la vuelta muy despacio, encontrándose con un hombre de mediana edad totalmente calado hasta los huesos. Un relámpago iluminó su rostro.
Alberto no ganaba para sustos. El hombre tenía los ojos muy hundidos. Parecía como asustado.
--¡Oiga!, ¿no tendrá usted nada que ver con esos gamberros?--, le preguntó Alberto.
El hombre movió la cabeza de izquierda a derecha.
--¿Y qué hace aquí?, ¿no sabe que no se puede pasar a estas horas?
--Tengo hambre--, dijo entonces el hombre. –Y me he perdido.
Por sus
ropas Alberto dedujo que el hombre debía de ser un vagabundo hambriento. En
verdad estaba famélico. Y Alberto sabía de sobra lo que era estar en la calle y
sin nada que llevarte a la boca.
--Bueno…, pase dentro y tome una taza de café. Eso le confortará. Pero después debe irse. Si no mi jefe se enfadará.
--Gracias, buen hombre.
Después de secarse bien, y de comer unas pastas que Alberto solía tener en su taquilla, el sepulturero le dejó un paraguas al hombre y lo vio marchar. Cuando ya llevaba más de diez metros, el hombre se dio la vuelta, y le sonrió. Una sonrisa que haría helar a cualquiera.
--No lo olvidaré, buen hombre--, dijo. Y se perdió en la noche.
Alberto se encogió de hombros, cerró la puerta, y volvió a poner la radio. Ahora daban música.
A la mañana siguiente, antes de que su jefe llegara para realizar los cobros, y de que la gente empezara a llenar el camposanto, Alberto fue a inspeccionar lo que viera la noche anterior. Había amanecido fresco, pero sin lluvia. Aun así, todo estaba embarrado y mojado.
Como había temido, alguien, seguramente esos gamberros de la calabaza, habían cavado en una fosa. En pie, sin embargo, seguían la lápida y…
¡Dios mío! ¡Es imposible!
A Alberto se le agrandaron los ojos al máximo, dio un traspiés hacia atrás. No daba crédito.
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