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Juan A. Pérez desplaza a Jan Alan

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La memoria de los justos

lunes, 31 de octubre de 2022

¡Feliz Halloween'22!

 Feliz Halloween 2022


Como buen escritor del género de terror siempre publico alguna imagen, aunque en esta ocasión lo acompañaré con un relato acontecido en esta noche en particular, que antes de llegarnos del mundo anglosajón ya se celebraba aquí la noche de ánimas.




La noche de los muertos


Ocurrió en Halloween, más conocida aquí en España como la noche de difuntos, la noche que precede al día de todos los Santos.

 Alberto era un hombre de unos cincuenta años, llevaba trabajando como sepulturero en el cementerio de La esperanza unos 15 años, desde que lo echaran de aquella empresa de pinturas. Desde entonces el peso de una separación, de las deudas, de sus caprichos, … Le habían abocado a aceptar casi cualquier cosa. Duraba en los trabajos mes o mes y medio. Así estuvo hasta que dio con su lugar ideal. El cementerio.

Allí tenía que hacerlo casi todo. En épocas mejores había tenido un ayudante, incluso dos, pero ahora la crisis afectaba a todos los sectores, incluso el funerario. Estaban sólo dos personas a turno, más otra más que venía exclusivamente para cubrir las vacaciones de estos. Su compañero, un tal Domingo Gómez, había tenido la suerte de librar justo ese día. Las noches de difuntos solían ser, con mucho, las más conflictivas. Sobre todo por los bromistas. Gente que se disfrazaba y merodeaba por los alrededores con el único propósito de asustar.

Y por si todo esto fuera poco, encima llovía, una lluvia tormentosa, una mala noche para estar allí. ¡Qué mala suerte la suya!

 Alberto tenía encendida la radio. Le gustaba evadirse del exterior, aunque no fuera persona miedosa, sí era un poco supersticiosa. No le agradaban los incómodos silencios de aquel cementerio alejado de los vecinos en algo más de 3 kilómetros a la redonda.

Mientras escuchaba su programa deportivo favorito entró una helada ráfaga de viento desde la ventana que daba justo a su espalda. Se le erizaron los pelos de la nuca. Casi instintivamente giró la cabeza. Al principio no vio nada, pero el pulso se le aceleró. Intentó sonreír, pensar que no tenía por qué ocurrir nada. Pero no era aquello lo que veía un poco extraño. Del exterior emergía, de la terrible oscuridad y de los esporádicos relámpagos, una débil luz amarillenta. Zigzagueante a veces, parecida a lo que produce la llama de una hoguera.

Alberto sabía cuál era su obligación, tenía que comprobar aquello, le pagaban por eso. Un incendio en su turno podría acarrear un despido inmediato. Y no estaba el panorama para eso.

Se levantó de su asiento, apagó la radio y, pertrechándose de su impermeable y una linterna, salió al exterior.

Fuera hacía más frío del que había supuesto. Eso provocó en él varios escalofríos.

Un relámpago iluminó la procedencia de aquella llama, o lo que fuera. Estaba en el extremo oeste, junto a una tapia, un grueso muro que separaba el cementerio viejo del nuevo. Se acercó con cuidado, mirando a todos lados, enfocando donde los relámpagos no llegaban. La lluvia era intensa, no demasiado fuerte, pero sí como un manto continuo de agua. Por la barbilla ya le caían gotas.

Cuando comprobó aquella caricatura, aquella estatua danzante…, dio un respingo.

¡Qué demonios…!

Una calabaza, una calabaza con los orificios practicados para simular un rostro, un rostro de terror. Alberto creía haber visto aquello en esas películas americanas.

Sí, debía tratarse de una broma, de esos bromistas que acechan los lugares santos como ese.

--Estos chicos no respetan ni a los muertos--, pensó Alberto.

Siguió acercándose, el olor a cera quemada no dejaba lugar a dudas. En el hueco de la calabaza habían puesto una vela. Desde fuera daba la impresión de cobrar vida, una mueca siniestra. El viento vibraba en su interior configurándole vida al rostro de calabaza. Una mueca feroz, dientes de punta, ojos cavernosos, que por aquel juego de luces y sombras parecían mirarlo desde el más allá.

Alberto se la quedó mirando un rato sintiendo que se le erizaba el vello. Tenía que reconocer que era para asustar, quien hubiera hecho aquello, había logrado su objetivo. Y entonces lo pensó…

Sí, debía de estar por allí. O ellos, porque no creía que nadie fuera tan estúpido para ir allí solo. Alguien le observaba, sí, seguro. Alguien lo miraba para burlarse de aquel miedo tan humano como ancestral.

Entonces un relámpago cercano lo iluminó todo por unas décimas de segundo. Su corazón se paró. Había alguien más.

Instintivamente echó dos pasos atrás, casi se cae de espaldas.

--¿Quién es?--, gritó, --¿quién anda ahí?

No hubo respuesta.

--¡Llamaré a la guardia civil!--, volvió a gritar. Con el ruido de los truenos su voz se perdería a los pocos metros.

Intentó acercarse allí donde había visto dos pares de pies. Entonces escuchó un murmullo de voces. Estas parecían cuchichear.

--¡Estáis metidos en un buen lío! Iros inmediatamente y no haré nada.

Al enfocar en dirección a aquellas risas ahogadas los vio, eran dos muchachos, dos chicos disfrazados de muertos vivientes. La lluvia deshacía sus maquillajes, dejando al descubierto que se trataba de una gamberrada. Alberto resopló un tanto aliviado.

--¡Eh!, muchachos. Daré cuenta de esto a la guardia civil, podéis estar seguros. No es noche para esto.

Al acercarse a estos los chicos salieron corriendo. Dejando a Alberto sin gana alguna de perseguirlos. Seguramente era lo que querían.

Fue al dar media vuelta que un relámpago iluminó algo extraño en el suelo. Estaba a quince metros. Fijó allí la linterna percatándose que esos mal nacidos habían profanado también.

--Seguramente--, pensó Alberto, --para robar alguna calavera.

Una sepultura algo reciente había sido excavada. Alberto dio tres pasos, pero después lo pensó mejor.

--Mañana saldrá el sol--, pensó Alberto, --y sea lo que sea seguirá allí.

No era noche para meter las narices en una sepultura, y se fue directo hacia su caseta iluminada por luz eléctrica.

Poco antes de llegar a la caseta unos pasos tras él le alertaron, se dio la vuelta muy despacio, encontrándose con un hombre de mediana edad totalmente calado hasta los huesos. Un relámpago iluminó su rostro.

Alberto no ganaba para sustos. El hombre tenía los ojos muy hundidos. Parecía como asustado.

--¡Oiga!, ¿no tendrá usted nada que ver con esos gamberros?--, le preguntó Alberto.

El hombre movió la cabeza de izquierda a derecha.

--¿Y qué hace aquí?, ¿no sabe que no se puede pasar a estas horas?

--Tengo hambre--, dijo entonces el hombre. –Y me he perdido.

Por sus ropas Alberto dedujo que el hombre debía de ser un vagabundo hambriento. En verdad estaba famélico. Y Alberto sabía de sobra lo que era estar en la calle y sin nada que llevarte a la boca.

--Bueno…, pase dentro y tome una taza de café. Eso le confortará. Pero después debe irse. Si no mi jefe se enfadará.

--Gracias, buen hombre.

 El hombre parece todo el rato ausente de la conversación atropellada de Alberto. Pasaba tanto tiempo a solas que cuando pillaba a alguien no paraba de hablar.

Después de secarse bien, y de comer unas pastas que Alberto solía tener en su taquilla, el sepulturero le dejó un paraguas al hombre y lo vio marchar. Cuando ya llevaba más de diez metros, el hombre se dio la vuelta, y le sonrió. Una sonrisa que haría helar a cualquiera.

--No lo olvidaré, buen hombre--, dijo. Y se perdió en la noche.

Alberto se encogió de hombros, cerró la puerta, y volvió a poner la radio. Ahora daban música.

A la mañana siguiente, antes de que su jefe llegara para realizar los cobros, y de que la gente empezara a llenar el camposanto, Alberto fue a inspeccionar lo que viera la noche anterior. Había amanecido fresco, pero sin lluvia. Aun así, todo estaba embarrado y mojado.

Como había temido, alguien, seguramente esos gamberros de la calabaza, habían cavado en una fosa. En pie, sin embargo, seguían la lápida y…

¡Dios mío! ¡Es imposible!

A Alberto se le agrandaron los ojos al máximo, dio un traspiés hacia atrás. No daba crédito.

Junto al nombre de Diego Quiñones Peral, se encontraba un rótulo en relieve que rezaba Tu mujer e hija no te olvidan, la fecha del 5/09/10, y una fotografía tamaño carnet. La fotografía del mismo hombre con el que había hablado la noche anterior.

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